Nací un 22 de mayo del año 2989 de la TE en la ciudad fortaleza de Minas Tirith. Mis padres me criaron con Hombre normal, no revelándome mi verdadera naturaleza hasta la muerte de mi padre. Yo sabía que no era como el resto de los niños de la Ciudad Blanca. Mi padre no solía ir trabajar, es más, no tenía un oficio fijo. Un tiempo estaba en las caballerizas, otro ayudando en el matadero o adiestrando a los soldados, pero nunca le enseñó a nadie lo que a mí. Mi padre se marchaba temporadas y no volvía hasta pasado unos meses. Nunca supe con quién se reunía ni qué hacía hasta que me fue revelada mi condición.
Me solía llevar a los bosques cercanos y nos llevábamos horas, incluso a veces días, observando animales y bestias, plantas, ríos, arroyos y todo de lo que Eru dotó a la Naturaleza. No solía jugar con el resto de los niños ni aprendí un oficio. Sin embargo, con 8 años sabía distinguir el graznido de las aves, la dirección del viento y el sol, las plantas y leer señales en los árboles y caminos. “Te ha tocado vivir tiempos difíciles, Athalas, tienes que madurar y aprender rapido, es tu única esperanza”, me repetía mi padre cada vez que me sacaba de la cama temprano. Con 10 años montaba a caballo y me defendía con la espada y el arco. No tardé en pasar de ser el hijo de Eguilior el Extraño a ser propiamente Athalas el Extraño. A partir de entonces empecé a salir con mi padre a cazar a los bosques. O eso es lo que yo creía. Nos encontrábamos habitualmente con un grupo de hombres en los lindes del Bosque Gris e íbamos de caza. A veces los hombres se reunían y me pedían que fuera a practicar con el arco o a recolectar algo lejos de ellos. Ese secretismo fue uno de los primeros hechos que hicieron darme cuenta que no todo parecía lo que era. Sin embargo, un día, mi padre me despertó en plena noche. “Atha, levántate, vamos a partir”, me dijo mientras me ponía de pie y me colocaba una capa verde pardo con caperuza de las que él usaba. Era de mi tamaño, casi hecho a medida. También me dio una espada y un arco nuevo con varias flechas que nunca había visto. “Hoy vamos a hacer algo diferente, es hora de que aprendas por ti solo” estas palabras de mi padre, mientras salíamos de mi casa y despedía a mi madre, a la que no lograba consolar del llanto, hicieron que cayera presa del pánico. “Todos estos años de entrenamiento van a ayudarte esta noche” Íbamos a cazar orcos.
Corría el año 3.000 de la TE e Ithilien, el hogar de mi familia, estaba empezando a sufrir las primeras oleadas de orcos. Nos encontramos en Osgiliath con el grupo de hombres con los que solía cazar. Todos iban vestidos con el mismo manto, igual que el que yo llevaba. Cruzamos el río y nos dirigimos a una zona despoblada de Ithilien. Conforme avanzábamos se nos unían más hombres vestidos de igual manera. Al cabo de dos días el grueso llegaba a parecer un pequeño ejército. Por el camino no dejaba de escuchar a los hombres hablar de orcos, la Sombra, Sauron y La Comarca. Llegamos a nuestro destino. Estábamos en el margen derecho del Anduín, a la altura de la desembocadura del Erui. Esperamos a la noche refugiados en unas pequeñas ruinas que parecían pertenecer a un pequeño poblado pesquero.
El largo viaje y la espera hicieron mella en mi. Mi padre me despertó al poco de caer el sol. Tenían las antorchas apagadas y muchos estaban ya con las espadas desenvainadas. Un olor nauseabundo flotaba en el aire y se oían gritos en una lengua desconocida para mí. “Son demasiados Eguilior, han tenido que venir más del sur. No tenias que haber traído al crío, escóndelo en algún rincón”, le espetaba Beler, compañero de mi padre. “Tiene edad de luchar, tiene que aprender a defender y proteger lo suyo, dentro de poco su edad no será limitación para sobrevivir. Es uno de los nuestro Beler, ¿o el miedo te impide pensar, viejo?” ambos rieron. Por aquella época no entendía lo de “viejo”, mi padre y ese hombre no aparentaban más de 30 años, pero en realidad rondaban los 60. Entonces empecé a verlo todo claro. Yo formaba parte de algo, parecía parte de un ejército, de una lucha. La Sombra, orcos, todos estos años de entrenamiento….entendí entonces que mi padre me preparaba para una guerra. “Athalas escucha, ahí afuera hay orcos en gran cantidad, pero nosotros somos muchos y conocemos el terreno. Esta fue nuestra tierra y tenemos poder sobre ella. Recuerda todo lo que te he enseñado. Abre los ojos, escucha a la tierra y nadie podrá pararte. Ahora sube al tejado y prepárate con el resto, yo me quedare aquí abajo defendiendo la entrada. No temas separarte de mí. Si algo va mal, corre al río. Busca un recodo y escóndete”. Por unos momentos tuve miedo, me temblaba las manos y apenas alcancé a asentir con la cabeza a mi padre. Él lo intuyó y poniéndose de pie me puso una mano en el hombro y con la otra me levantó la cara “Eres un Hombre. Defiende Gondor, defiende la tierra, defiende a los tuyos” No se que fue, pero el miedo se me esfumó y un calor furioso me invadió todo el cuerpo. De pronto se oyó el silbido de una flecha y después otra que desencadenó en una lluvia de salvas. “¡Corre! ¡Al tejado!” Subí corriendo y allí estaban apostados otros hombres. Cogí el arco, una flecha, la tensé y me asomé. Una inmensa cantidad de orcos corrían de un lado a otro gritando en algo que parecía unos gruñidos más que una lengua. Empecé a disparar. Pequeñas ráfagas de flechas surgían de los tejados de las casas contiguas dejando un pequeño rastro de orcos muertos. El poblado apenas era una callejuela que desembocaba en un puerto destruido en el río. Los orcos invadían la calle y eran abatidos desde las casas. Una primera orda fue detenida, pero en seguida llegaron más. Cada vez más. Las flechas se acababan y los orcos empezaban a tirar las puertas apuntaladas de las casas. Oí a mi padre gritar dando ordenes. Me sorprendió, mi padre siempre fue una persona seria, pero nunca lo vi ordenando. Después supe que yo, Athalas, hijo de Eguilior, era hijo del Capitan de los Montaraces.
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