Durante los días siguientes, mi casa fue un continuo entrar y salir de gente. A los simples vecinos, atraidos por diversas y falsas noticias acerca de lo ocurrido, se le sumaban aquellos conocidos que nos ofrecían su ayuda y los compañeros de mi padre supervivientes al enfrentamiento. Al principio, todo esto pasaba inadvertido entre el bullicio de Minas Tirith, pero pronto mi casa, situada en el segundo nivel, atrajo la atención del resto. Mi sobrenombre de El Extraño empezó a ganarse más fuerza y una mañana en la que salí a practicar con el arco un muchacho mayor que yo estaba sentado frente a la puerta. Al verme se puso en pie y me miró tímidamente. Parecía querer decirme algo, pero no hizo el menor movimiento y me marché. Seguí viendo a aquel mozo los días siguientes, me lo cruzaba por la calle, en los puestos, en la taberna…siempre parecía buscarme pero nunca se decidía a hacer nada. Algo me escamaba en él, iba bien vestido y a veces la gente de alrededor le saludaba cortésmente. Habia algo en sus ojos, en su mirada, como si pudiera entrar en mi corazón o en mi mente y comprenderme.
Un día, al volver a salir a practicar, lo encontré de pie en la calle con su arco y su carcaj. Se me acercó y por fin se atrevió a hablarme: “Hola, me llamo Faramir, ¿tu eres al que llaman El Extraño, no? conozco un lugar donde tirar bastante bueno, ¿quieres venir?” Y así fue como empezó mi amistad con el hijo del senescal de Gondor, mi apodo fue el que le llamó la atención y el que le hizo interesarse por mi y buscarme. Durantes días, meses, saliamos juntos a practicar con el arco o la espada, a montar a caballo, acampar o simplemente jugar. Faramir tenia siete años más que yo, pero mi pronta madurez hacía desaparecer la diferencia, sólo notable por mi estatura. Mis padres recelaban al principio del bien de esta amistad, pero con el tiempo vieron que mi nuevo compañero no albergaba mal alguno, ni interés inadecuado, hacia mi. Sin embargo, el padre de Faramir no aprobabá que su hijo se mezclara con un niño del populacho, menor que él y apodado El Extraño. A pesar de eso seguiamos viendonos.
El apodo de mi madre tambien cobró más fuerza durante esos días, mi padre sanaba de sus heridas y poco a poco recuperaba su energia. Las visitas de sus compañeros no cesaban y traian nuevas noticias sobre el avance de la oscuridad. En unas de esas visitas mis padres discutieron. Beler habia venido y les habia estado contando que se requería la presencia de gente como ellos en el norte, en La Comarca. Mi padre insistia en ir, pero mi madre se negaba a dejar partir a su marido, todavía sin estar en plenas capacidades. Sea lo que fuera parecia importante, lo suficiente para que mis padres discutieran de la manera que lo hacian. Todo esto me perturbaba. Tampoco había recibido más explicaciones de la bola de cristal que encontré en el Anduín y eso me llenaba de frustación. “Si soy tan mayor para que me requieran en la lucha, ¿por qué me andan ocultando cosas sobre lo que yo encontré?” pensaba una y otra vez.
A los pocos días de esa noche todas mis preguntas recibirían respuesta, y precisamente de la boca de quien menos me podría esperar y quien tanto marcó mi futuro.
21.9.08
De mi infancia y de mi inesperado hallazgo (II)
Sin esperármelo, mi padre apareció en el tejado, me cogió y me lanzó fuera de la casa. Caí en un pequeño cobertizo de la parte de atrás. Me siguieron el resto de los hombres y más tarde mi padre. Me levanté corriendo y vi como los últimos que se quedaban en el tejado eran atravesados por las espadas de un puñado de orcos. Uno pareció vernos y se dispuso a disparar su arco, pero, con una rapidez que me sorprendió, conseguí coger una flecha del suelo y dispararla antes de que apuntara a una de nuestras cabezas. “Pues va a parecer que el chico tiene madera” le dijo Beler a mi padre mientras se secaba la sangre de la boca. “Es hijo mío, ¿qué esperabas?” le respondió entre risas mientras me empujaba para que corriera. Nos protegimos en unos árboles cercanos y esperamos a que los orcos se disgregaran un poco tras tranquilizarse la cosa. Estaban todos quietos y en guardia pese a que los orcos estaban a distancia “Papa, ¿por qué….?”quise preguntar, pero me mandó callar. Al poco una flecha silbó en el aire sin parecer querer alcanzar un objetivo claro, pero cuando cayó en el suelo un fuego prendió violentamente quemando a buena parte de los orcos, “¡Ahora!” gritó mi padre y todos salimos corriendo hacia las bestias preparando una carga.
Luchamos. Gritos, sangre, golpes, olor a muerte. Todo me era nuevo y estaba como fuera de mí. Cuando quise darme cuenta, estaba separado del grupo. Mi padre y sus compañeros estaban un poco más al norte y me fui desviando hacia el río. Quedábamos ya pocos. Era extraño que yo, un crío de 11 años, sobreviviera a hombres formados y con años de batallas. Pero esa suerte parecía estar dispuesta a cambiar. Una pequeña agrupación de orcos se percató de mi situación y se dirigieron hacia mi con actitud burlesca. No saldría de esa, el miedo me empezó a correr por la espalda y desembocó en un grito en mi garganta llamando a mi padre. Me escuchó, se giró buscándome y avisó a los que se encontraban junto a él. Empezó a correr hacia mi, pero el miedo me pudo más y marché en dirección al río, tal como él me dijo. Corrí todo lo que me permitían mis piernas impulsadas por el deseo de supervivencia y en seguida me encontré en el río. Seguí al Anduín corriente abajo mientras me perseguían los orcos y, detrás de ellos, mi padre y dos hombre más. Seguí corriendo, pero giraba la cabeza con frecuencia para ver la situación de mis perseguidores y tropecé. Me di de bruces con el río y gateando buscaba algo a lo que agarrarme para levantarme. Los orcos aun me seguían, pero mi padre ya les había dado alcance. Vislumbre unas ramas sobresaliendo de la orilla formando un pequeño recoveco y pensé en esconderme allí, pero logre ponerme de pie y ver como los orcos mataban a los compañeros de mi padre y él apenas resistía las embestidas. Fui en su ayuda pero una fuerza invisible me engarrotó el cuerpo. No podía moverme, se me cortó la respiración y una luz cálida como el fuego surgía entre mis pies. De pronto se desvaneció, la fuerza me soltó y pude ver que de entre las ramas brillaba algo que parecía fuego, pero estaba cubierto de agua. Quise alejarme de allí y ayudar a mi padre, pero no era dueño de mi cuerpo. Me acerqué a la luz, metí las manos en el agua y saqué una esfera perfecta de cristal. Era cristal negro, pero en su interior había una llama intensa, una llama atrayente. Me quedé largo tiempo observándola mientras brillaba y no lograba entender lo que pasaba. El fuego revelaba imágenes, eran orcos, orcos distintos contra los que estábamos luchando, una torre oscura, un hombre vestido de blanco con larga melena y barba cana. Luego un volcán y finalmente al hombre de blanco arrodillado de dolor. Y tal como empezó se acabó. La luz se apagó y quedé liberado del embrujo. Por unos instantes me quede inmóvil, como sin consciencia pero despierto, pero en seguida se me pasó y busque el lugar donde mi padre estaba siendo atacado. Ya no había orcos, compañeros nuestros habían llegado y acabaron con ellos, pero entre ellos no se encontraba mi padre. Con la esfera bajo el brazo corrí hacia ellos y pude ver que mi padre estaba tirado en el suelo. Herido por todo el cuerpo se intentaba mantener con vida pero le costaba.
Al verme llegar, los hombres me miraban con cara de desconsuelo, pero cuando se dieron cuenta de lo que llevaba bajo el brazo sus expresiones cambiaron a asombro. “¿Dónde has encontrado eso?” me preguntaban y les conté todo lo que me paso. “¡Debemos llevarte a ti y a tu padre a Minas Tirith de inmediato!” cogieron a mi padre y lo llevaron al poblado. Los orcos habían huido, solo quedaban en pie algunos de nuestros compañeros. Muchos habían muerto. “Debemos aprovechar esta pequeña calma” sugirió uno de los hombres. Beler surgió de un grupo para venir a toda prisa hacia nosotros al ver la situación. Antes de llegar, un hombre se le adelantó y le comento algo mientras me señalaba disimuladamente que le hizo abrir los ojos de asombro. Con la cara desencajada vino hacia mi, me cogió de los hombres y me hizo acompañarle “Vendad a Eguilior y buscad algo para que aguante hasta llegar a casa. Tiene que llegar vivo” Beler me apartó de mi padre y del grupo y me metió en las ruinas de una casa. Me pidió que le contara con toda clase de detalles lo ocurrido. Su cara reflejaba alegría, alivio, a la vez que preocupación y miedo. Le pedí que me explicara que ocurría, pero no me dijo nada.
En cuanto prepararon a mi padre, Beler y cuatro hombres más lo subieron a un caballo y nos acompañaron hasta Minas Tirith. Cabalgamos a toda prisa, dejando al resto en el poblado en ruinas apilando cadáveres de orco. Tardamos la mitad de tiempo en volver a casa de lo que nos llevo llegar al lugar de la batalla. Aunque llegamos de día, aguardamos a la noche para entrar sin ser vistos por demasiada gente. Yo seguía llevando la esfera, aunque Beler me aconsejó que la mantuviera escondida y la protegiera si algo pasara.
Al fin llegamos a mi casa. Mi madre salió a recibirnos entre lloros. Beler ayudo a mi padre a tumbarse en la cama y antes que nada le susurro a mi madre algo al oído. Mi madre se giró hacia mi y me pidió la esfera. La cogió, la observó durante un instante y enseguida la envolvió en un trozo de tela y la escondió en un arcón bajo llave. No sabia nada de lo que ocurría, ni porque mi padre era mas vital que nadie como para mantenerle la vida, ni porque todos susurraban sobre mi, ni sus caras desencajadas ni porque tanto misterio por la esfera. No sabia que yo, un montaraz de 11 años había encontrado la palantir perdida de Osgiliath después de más de 500 años.
Luchamos. Gritos, sangre, golpes, olor a muerte. Todo me era nuevo y estaba como fuera de mí. Cuando quise darme cuenta, estaba separado del grupo. Mi padre y sus compañeros estaban un poco más al norte y me fui desviando hacia el río. Quedábamos ya pocos. Era extraño que yo, un crío de 11 años, sobreviviera a hombres formados y con años de batallas. Pero esa suerte parecía estar dispuesta a cambiar. Una pequeña agrupación de orcos se percató de mi situación y se dirigieron hacia mi con actitud burlesca. No saldría de esa, el miedo me empezó a correr por la espalda y desembocó en un grito en mi garganta llamando a mi padre. Me escuchó, se giró buscándome y avisó a los que se encontraban junto a él. Empezó a correr hacia mi, pero el miedo me pudo más y marché en dirección al río, tal como él me dijo. Corrí todo lo que me permitían mis piernas impulsadas por el deseo de supervivencia y en seguida me encontré en el río. Seguí al Anduín corriente abajo mientras me perseguían los orcos y, detrás de ellos, mi padre y dos hombre más. Seguí corriendo, pero giraba la cabeza con frecuencia para ver la situación de mis perseguidores y tropecé. Me di de bruces con el río y gateando buscaba algo a lo que agarrarme para levantarme. Los orcos aun me seguían, pero mi padre ya les había dado alcance. Vislumbre unas ramas sobresaliendo de la orilla formando un pequeño recoveco y pensé en esconderme allí, pero logre ponerme de pie y ver como los orcos mataban a los compañeros de mi padre y él apenas resistía las embestidas. Fui en su ayuda pero una fuerza invisible me engarrotó el cuerpo. No podía moverme, se me cortó la respiración y una luz cálida como el fuego surgía entre mis pies. De pronto se desvaneció, la fuerza me soltó y pude ver que de entre las ramas brillaba algo que parecía fuego, pero estaba cubierto de agua. Quise alejarme de allí y ayudar a mi padre, pero no era dueño de mi cuerpo. Me acerqué a la luz, metí las manos en el agua y saqué una esfera perfecta de cristal. Era cristal negro, pero en su interior había una llama intensa, una llama atrayente. Me quedé largo tiempo observándola mientras brillaba y no lograba entender lo que pasaba. El fuego revelaba imágenes, eran orcos, orcos distintos contra los que estábamos luchando, una torre oscura, un hombre vestido de blanco con larga melena y barba cana. Luego un volcán y finalmente al hombre de blanco arrodillado de dolor. Y tal como empezó se acabó. La luz se apagó y quedé liberado del embrujo. Por unos instantes me quede inmóvil, como sin consciencia pero despierto, pero en seguida se me pasó y busque el lugar donde mi padre estaba siendo atacado. Ya no había orcos, compañeros nuestros habían llegado y acabaron con ellos, pero entre ellos no se encontraba mi padre. Con la esfera bajo el brazo corrí hacia ellos y pude ver que mi padre estaba tirado en el suelo. Herido por todo el cuerpo se intentaba mantener con vida pero le costaba.
Al verme llegar, los hombres me miraban con cara de desconsuelo, pero cuando se dieron cuenta de lo que llevaba bajo el brazo sus expresiones cambiaron a asombro. “¿Dónde has encontrado eso?” me preguntaban y les conté todo lo que me paso. “¡Debemos llevarte a ti y a tu padre a Minas Tirith de inmediato!” cogieron a mi padre y lo llevaron al poblado. Los orcos habían huido, solo quedaban en pie algunos de nuestros compañeros. Muchos habían muerto. “Debemos aprovechar esta pequeña calma” sugirió uno de los hombres. Beler surgió de un grupo para venir a toda prisa hacia nosotros al ver la situación. Antes de llegar, un hombre se le adelantó y le comento algo mientras me señalaba disimuladamente que le hizo abrir los ojos de asombro. Con la cara desencajada vino hacia mi, me cogió de los hombres y me hizo acompañarle “Vendad a Eguilior y buscad algo para que aguante hasta llegar a casa. Tiene que llegar vivo” Beler me apartó de mi padre y del grupo y me metió en las ruinas de una casa. Me pidió que le contara con toda clase de detalles lo ocurrido. Su cara reflejaba alegría, alivio, a la vez que preocupación y miedo. Le pedí que me explicara que ocurría, pero no me dijo nada.
En cuanto prepararon a mi padre, Beler y cuatro hombres más lo subieron a un caballo y nos acompañaron hasta Minas Tirith. Cabalgamos a toda prisa, dejando al resto en el poblado en ruinas apilando cadáveres de orco. Tardamos la mitad de tiempo en volver a casa de lo que nos llevo llegar al lugar de la batalla. Aunque llegamos de día, aguardamos a la noche para entrar sin ser vistos por demasiada gente. Yo seguía llevando la esfera, aunque Beler me aconsejó que la mantuviera escondida y la protegiera si algo pasara.
Al fin llegamos a mi casa. Mi madre salió a recibirnos entre lloros. Beler ayudo a mi padre a tumbarse en la cama y antes que nada le susurro a mi madre algo al oído. Mi madre se giró hacia mi y me pidió la esfera. La cogió, la observó durante un instante y enseguida la envolvió en un trozo de tela y la escondió en un arcón bajo llave. No sabia nada de lo que ocurría, ni porque mi padre era mas vital que nadie como para mantenerle la vida, ni porque todos susurraban sobre mi, ni sus caras desencajadas ni porque tanto misterio por la esfera. No sabia que yo, un montaraz de 11 años había encontrado la palantir perdida de Osgiliath después de más de 500 años.
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